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La miseria tiene muchos rostros. Son rostros de dolor y de tristeza. No los muestran los medios masivos de comunicación porque desdibujarían el “país de las maravillas” que pretenden pintar, escondiendo realidades. Además, esos rostros no acompasan con las secciones de farándula y de trivialidades que son los espacios de mayor sintonía en los noticiarios.
La historia de la tragedia de La Tasajera, en Pueblo Viejo, Magdalena, refleja con trazos gruesos y multicolores, las consecuencias del desempleo, la pobreza y el abandono estatal.
Como habrá podido apreciar en las imágenes que le dan la vuelta al mundo, un nutrido grupo de pescadores sin nada que comer—y con ellos sus familias, por supuesto–, se abalanzaron sobre un tracto vehículo cargado de combustible que se volcó en la Troncal del Caribe. Iban ansiosos, con bidones plásticos. “Del ahogado, aunque el sombrero. Vendemos la gasolina y hay para comer”, recuerda Lucía Mojaver que le dijo su compañero, cuando iba presuroso al lugar del accidente.
Minutos después, escuchó la explosión. El carro fue envuelto en llamas y, en cuestión de segundos, convirtió en teas humanas a 13 personas que murieron y cincuenta que terminaron en cuidados intensivos de varios hospitales y clínicas.
El motorista, Manuel Cataño, dice que se cansó de repetirles que se apartaran del carro, porque podía explotar en cualquier momento. “Nadie prestaba atención. Querían llevar gasolina.” Estaban ensimismados en ese propósito, agenciarse unos litros de combustible para venderlo, cuando las flamas lo cubrieron todo.
OLVIDADOS DEL GOBIERNO
En La Tasajera viven alrededor de diez mil personas. Cada día libran una batalla titánica por ponerle la trampa al centavo, es decir, conseguir algo para sobrevivir.
Sus ingresos se derivan de la pesca, pero por estos tiempos, no hay de dónde sacar para el diario. Pareciera que hasta los especímenes del mar Caribe, se escondieron con el coronavirus.
No tienen suministro de agua potable. Deben comprarla. Una cantidad mínima cuesta alrededor de tres euros. Tampoco hay energía eléctrica de buena calidad. El flujo que llega a sus casas, generalmente es de mala calidad y sujeta a cortes permanentes.
«Nadie se acuerda de nosotros«, asegura Dominga Isabel Orozco Rodríguez, una mujer de 80 años, sorprendida por la cantidad de periodistas que llegan a los tugurios buscando informar y satisfacer el morbo de quienes vieron los cuerpos calcinados de las víctimas, y quieren más detalles. «Mañana se irán y, de nuevo, estaremos olvidados.», advierte con resignación.
¿Y EL COVID-19? POR EL HAMBRE LA OLVIDAMOS
Uno de los testimonios más desgarradores, lo ofrece Rafael Rodríguez Maldonado, de 80 años. Por mucho tiempo, vivió de la pesca. Y como el protagonista de la novela de Ernest Hemingway “El viejo y el mar”, se levantaba hacia medianoche para adentrarse en aguas profundas. Traía toda especie de peces. A las diez de la mañana, se había hecho lo del día. ¡Vendía todo! Hacia el mediodía, con el calor de un sol canicular, se acostaba a dormir. El ciclo se repitió por años, pero estaba feliz.
“Hoy no hay pesca. ¿Quiere una explicación para lo que le pasó a esa gente? ¡Tenían hambre, no hay otro motivo!”, reconoce tras denunciar que el gobierno los tiene sumidos en el olvido.
Él es consciente, como los demás, que pronto pasará el alboroto. Y que, tras el sepelio masivo, las noticias de primera plana serán otras, por ejemplo, que le abrieron nuevas investigaciones al expresidente Uribe, que todos saben, no terminarán en nada, infortunadamente…