En las últimas décadas, la política de género se ha consolidado como un eje central de las agendas institucionales, académicas y jurídicas. El reconocimiento de las desigualdades históricas que han afectado a las mujeres, así como la necesidad de garantizar sus derechos, dio lugar a un conjunto de transformaciones normativas y culturales que buscaban equilibrar la balanza en sociedades marcadas por siglos de discriminación patriarcal. Sin embargo, en el afán de corregir viejas injusticias, algunos sectores feministas han incurrido en nuevos excesos que amenazan los principios fundamentales del Estado de Derecho, entre ellos la igualdad ante la ley y las garantías del debido proceso.
Este artículo propone una reflexión crítica sobre cómo la política de género, en determinadas expresiones institucionalizadas, ha sido utilizada para erigir una justicia parcial, tuerta y profundamente misándrica. Una justicia que no busca equilibrio, sino revancha. Que no persigue la verdad, sino la condena anticipada del varón, al que se presume culpable por su mera condición sexual. Esta deriva autoritaria no representa a todas las corrientes del feminismo, pero sí a una fracción que, con discursos radicales y prácticas institucionales abusivas, ha capturado espacios del sistema judicial, universitario y mediático, construyendo un nuevo tipo de persecución ideológica bajo la fachada de la protección de los derechos de las mujeres.
1. El principio de igualdad ante la ley: piedra angular de la justicia
El artículo 13 de la Constitución Política de Colombia establece claramente que «todas las personas nacen libres e iguales ante la ley». Este principio es, en cualquier Estado de Derecho, un baluarte que protege a los ciudadanos contra el abuso del poder, el prejuicio y la discriminación. En el plano procesal, esa igualdad se traduce en derechos fundamentales como la presunción de inocencia, el derecho a la defensa, al debido proceso, y a una investigación objetiva.
Sin embargo, al calor del auge de ciertas formas de política de género —en particular aquellas asociadas con un feminismo punitivo, esencialista y excluyente— estos principios han sido erosionados. En lugar de buscar una justicia equitativa, se ha construido un sistema de respuesta institucional que invierte la carga de la prueba, presume culpabilidades, niega el derecho a la defensa efectiva y deshumaniza al señalado por el solo hecho de ser hombre.
2. Feminismo punitivo y justicia misándrica
La utilización ideológica de la política de género ha dado lugar a un feminismo punitivo que no se contenta con la justicia, sino que exige venganza. Este feminismo no se basa en la búsqueda de igualdad, sino en la perpetuación de una narrativa de antagonismo irreconciliable entre mujeres y hombres. Su estrategia consiste en apropiarse de las instituciones para convertirlas en instrumentos de castigo selectivo y parcial.
Uno de los elementos más peligrosos de esta deriva es la revictimización instrumentalizada. Se alega que cualquier intento por garantizar el derecho a la defensa del sindicado —usualmente un hombre— constituye una forma de violencia institucional contra la víctima. Esta narrativa impide el desarrollo de investigaciones imparciales, y condena a quien ha sido acusado antes de que siquiera se haya producido una audiencia formal. En esta lógica, no importa la verdad, ni las pruebas, ni la legalidad del proceso. Importa la emoción, la denuncia pública, el linchamiento mediático y el rédito político o económico que de ello se derive.
3. La industria de la victimización
En algunas esferas, la narrativa de género se ha transformado en una industria simbólica y material de victimización. Instituciones académicas, organizaciones no gubernamentales e incluso oficinas estatales reproducen sin crítica ni matices la noción de que toda mujer que denuncia ha de ser creída sin cuestionamiento, sin necesidad de pruebas, sin margen para el análisis crítico de los hechos. Así, se cancela la posibilidad de una investigación justa, y se lesiona profundamente la legitimidad de los procedimientos.
Esta industria vive de la consolidación de la «víctima perfecta» y del «victimario irredimible», desconociendo que la condición humana es compleja, contradictoria, y no se acomoda a esquemas tan rígidos. Se criminaliza la duda, se patologiza la defensa, se descalifica al abogado defensor y se estigmatiza a quienes exigen respeto por las garantías legales.
Más grave aún, se ha convertido en una práctica recurrente el uso estratégico de las denuncias como herramientas de poder. En contextos académicos y laborales, son cada vez más frecuentes los casos en los que se activan mecanismos disciplinarios sin pruebas, en procesos carentes de contradicción y sometidos a presiones externas provenientes de colectivos feministas que actúan como inquisiciones modernas. Se ha instaurado una especie de justicia sumaria que niega el principio de presunción de inocencia y promueve la culpabilidad mediática como forma de castigo social.
4. La justicia disciplinaria: un campo minado
Un ámbito particularmente sensible a estas prácticas es el disciplinario, en el que los funcionarios públicos, docentes y trabajadores del Estado pueden ser objeto de investigaciones que no se rigen por el Código Penal, sino por códigos internos o normas especiales. Allí, la política de género ha sido instrumentalizada como un criterio de excepcionalidad procesal, donde las garantías procesales pueden ser suspendidas bajo el argumento de proteger a la víctima.
La Ley 1952 de 2019 —Código General Disciplinario— establece claramente los principios del debido proceso, pero en la práctica muchas veedurías, comités de ética y oficinas de asuntos de género se apartan de estos lineamientos, guiadas por criterios ideológicos antes que por normas jurídicas. La subjetividad se impone sobre la objetividad; la narrativa se impone sobre la prueba; el dogma se impone sobre el derecho.
Los instructores disciplinarios, en vez de actuar como garantes de justicia, asumen posturas de parte, dictan providencias anticipadas y desestiman el testimonio del sindicado. La idea de una investigación integral y equilibrada se pierde ante la presión de grupos que consideran cualquier duda como una forma de agresión adicional contra la víctima.
5. El costo de una justicia tuerta
Las consecuencias de esta situación son alarmantes. Se destruyen reputaciones sin pruebas, se afectan proyectos de vida, se vulneran derechos fundamentales, se instaura una cultura del miedo y el silencio, especialmente entre los hombres. Nadie quiere contradecir una denuncia, ni pedir garantías, por temor a ser tachado de machista, encubridor o cómplice.
Se ha generado un ambiente inquisitorial donde la justicia ya no es ciega, sino tuerta: sólo ve a la supuesta víctima, y niega ver al señalado. Esta parcialidad no sólo viola derechos humanos básicos, sino que también deslegitima las verdaderas luchas por la equidad de género. Una justicia que excluye, que niega la defensa, que opera como un instrumento ideológico, es una justicia que no sirve a la democracia, sino al autoritarismo.
7. Hacia una política de género democrática y garantista
Es urgente recuperar una política de género que no sea utilizada como arma, sino como herramienta de equidad y justicia. Una política que reconozca las asimetrías históricas sin por ello negar la humanidad y los derechos del otro. Que entienda que la lucha por la igualdad no puede convertirse en una nueva forma de discriminación. Que reconozca que toda persona, sin importar su sexo o género, merece un juicio justo, imparcial y respetuoso de las garantías legales.
El feminismo no puede convertirse en una ideología de persecución. Su legitimidad se juega en su capacidad para construir igualdad sin exclusión, para defender derechos sin vulnerar otros, para promover la dignidad sin erigirse en tribunal moral. Una política de género democrática debe defender tanto a la mujer que denuncia como al hombre que es señalado, sin prejuzgar a ninguno, sin sacrificar la verdad en el altar de los relatos.
8. Acabar con la justicia tuerta y sorda
La justicia no puede tener un solo ojo ni un solo oído. Debe mirar y escuchar a ambas partes. El avance de ciertos feminismos autoritarios, que utilizan la política de género como un dispositivo punitivo y excluyente, representa una grave amenaza a los principios jurídicos que sostienen una sociedad democrática. La revictimización no puede servir de excusa para abolir el derecho a la defensa; la denuncia no puede sustituir a la prueba; la ideología no puede reemplazar al derecho.
Una sociedad justa se construye con equidad, no con venganza. Con verdad, no con dogma. Con justicia plena, no con parcialidad ideológica. Si queremos realmente avanzar hacia una igualdad sustantiva, necesitamos una política de género que no excluya, que no castigue sin pruebas, que no niegue derechos en nombre de otros. Sólo así, hombres y mujeres, podremos vivir en una sociedad donde la justicia sea verdaderamente justa.