Con el lanzamiento por parte de Estados Unidos de una bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, a la que siguió dos días después otra sobre Nagasaki, se ponía fin a la Segunda Guerra Mundial y se iniciaba una nueva era, caracterizada por el llamado equilibrio del terror y la carrera armamentista nuclear entre las grandes potencias. El imperio japonés ya estaba derrotado, los aliados habían vencido sobre la Italia de Mussolini (muerto el 28 de abril del 45) y la Alemania de Hitler (muerto el 30 de abril del 45) ¿por qué entonces la decisión de Truman de cometer un crimen de guerra en masa, genocidio, contra cientos de miles de personas, niños, ancianos, mujeres, hombres que no estaban en el frente de combate? Nunca se ha repudiado suficiente este crimen y en cada aniversario se presenta ante el mundo como una fatalidad necesaria para poner fin a la Segunda Guerra Mundial. Harry Truman asumió el poder a la muerte de Roosevelt el 12 de abril de dicho año, su papel no fue decisivo para terminar la guerra, lo fue para convertirse en una de los peores criminales de guerra en la historia de la humanidad. Fue el mensajero del terror, para demostrar sobre la sangre de inocentes, el poderío atómico. Casi medio siglo después con el derrumbe de la URSS, uno de los actores en esa competencia, en 1991, se esperaría que el peligro nuclear desapareciera o se redujera considerablemente. Sin embargo, no ha sido así y, por el contrario, a diferencia de la década de los años 50 en la que solamente unos pocos países tenían armas nucleares, en la actualidad son nueve los estados que las tienen.
Las crecientes tensiones, el incremento de los arsenales, el retiro de Estados Unidos de algunos de los tratados que limitaban esas armas y sus intentos de militarizar el espacio, unido al riesgo de hecatombe atómica por accidente, hacen que el planeta literalmente esté sentado sobre un barril de pólvora y esta problemática, además de las pandemias y la destrucción de la biodiversidad, es una de las mayores urgencia para la humanidad. Justamente en este aniversario número 75 del genocidio sobre Hiroshima y Nagasaki, el alcalde de Hiroshima llamó a la eliminación total de las armas nucleares y pidió que su país adhiera al Tratado de Prohibición del Arma Nuclear aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2017. No deja de ser paradójico que Japón, hasta ahora única víctima de la bomba, si bien llama al desarme nuclear, aún no se haya incorporado a tan importante instrumento de derecho internacional, como tampoco lo han hecho los estados que tienen arsenales de este tipo de elementos de destrucción masiva. En esas condiciones este tratado no parece un avance ante la gravedad del problema, pero es un paso adelante si se considera, por extraño que suene, que para el derecho internacional, la existencia y posesión de armas atómicas en sí no eran ilegales. Lo más cerca que se estuvo de declararlas ilegales fue en 1996 cuando la Corte Internacional de Justicia con sede en La Haya, que es el Tribunal de la ONU, concluyó que la amenaza o el empleo de armas nucleares sería contrario a las normas y principio del Derecho Internacional Humanitario, dejó pendiente la cuestión de la amenaza o el empleo de ese tipo de armas en una circunstancia extrema de legítima defensa en la que esté en riesgo la propia supervivencia de un estado. La Corte, entonces interpretó que el DIH no prohibía categóricamente el empleo de armas nucleares, pero, de todos modos, después del Tratado de no Proliferación de Armas Nucleares de 1968, es el instrumento más importante en el camino hacia la eliminación total del arma nuclear que sigue siendo el objetivo y que, como dice el secretario general, está en el ADN de la ONU, organización creada para procurar la paz mundial.
Papel de las organizaciones no gubernamentales de paz
Es de anotar que por sus esfuerzos y gestiones en pro de dicho tratado, le fue otorgado el Premio Nobel de Paz 2017 a la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares (ICAN), organización internacional que agrupa a varias ONG de un centenar de países, que en palabras del comité noruego que lo concedió, lo recibió “por su trabajo para llamar la atención sobre las consecuencias humanitarias catastróficas de cualquier uso de las armas nucleares y por sus esfuerzos innovadores para lograr una prohibición basada en tratados de tales armas”. La Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH) de cuya directiva formé parte durante varios años, así como el Consejo Mundial de la Paz, han estado también en la primera línea de acciones en favor de la desnuclearización y por la proscripción de la guerra en las relaciones internacionales. A pesar de que no se le ha concedido ningún premio ni
reconocimiento, no es menos importante la posición del gobierno de las Islas Marshall, pequeñísima nación insular del Océano Pacífico, que presentó en la Corte de La Haya una importante demanda contra los nueve estados que tienen bombas atómicas y otra ante la propia justicia del país de los Estados Unidos. Con la primera pretende que se les obligue a cumplir el Tratado de No Proliferación Nuclear y con la segunda busca compensación por los daños ambientales y en la salud de sus habitantes, causados por las explosiones y ensayos realizados en su territorio por esa potencia.
Sorprende que un hecho de tanta importancia apenas sí merezca de vez en cuando unas líneas en las noticias mundiales y que la que debería ser la preocupación solidaria número uno de los gobiernos y de la humanidad no tenga el despliegue y urgencia que debería tener. A propósito de antecedentes, no obstante haber pasado más de sesenta años, conserva toda su vigencia la declaración dirigida a todo el mundo que hicieron los científicos más destacados, entre ellos Albert Einstein y Bertrand Rusell, alertando sobre el peligro de catástrofe total en caso de guerra nuclear y sobre la necesidad imperiosa de resolver los conflictos internacionales de manera pacífica pues también advertían acerca del riesgo de que las guerras convencionales degeneraran en atómicas.
Historias de diplomacia popular
La magnitud del problema puede ser paralizante para los ciudadanos del común que piensan que es asunto de alta
política, lejano a las preocupaciones cotidianas. Sin embargo, hay casos en los que algunas personas corrientes han influido en los gobernantes y han contribuido a aumentar la conciencia entre la opinión pública. Particularmente memorables son las historias protagonizadas por dos jóvenes estadounidenses en los años 80, cuando aún se sentía el aliento gélido de la guerra fría. Primero fue la niña Samantha Smith, que, con la ternura de sus diez años, le escribió una carta a Yuri Andropov, líder soviético, en la que le decía que Dios creó el mundo para que todos viviéramos juntos en paz, a la vez que le preguntaba si iba a hacer una guerra o no. Para gran sorpresa, Andropov le respondió que su pregunta sobre el peligro para la vida en la tierra era la más importante para toda persona honesta en el planeta y la invitó a que visitara su país para que comprobara que su pueblo quería la paz para toda la humanidad.
La chica visitó la URSS y se convirtió en embajadora de paz y buena voluntad. Lamentablemente murió en un accidente a los 13 años y en su honor, se puso su nombre a varios lugares y se emitió una estampilla postal en el país que alguna vez creyó enemigo. Por su parte Jeff Henigson, joven californiano desahuciado a causa de un agresivo cáncer cerebral, en 1986 cuando quienes querían hacerle pasar lo mejor posible el tiempo que le quedaba de vida, no dijo que su último deseo fuera conocer a su artista favorito ni visitar Disneylandia. Con una madurez sorprendente para un muchacho de 15 años en la antesala del viaje sin retorno, les dijo: “Quiero viajar a la URSS y reunirme con Mijaíl Gorbachov para discutir un plan con él para poner fin a las armas nucleares y la Guerra Fría”. Y así fue, aunque no pudo entrevistarse con el hombre de estado, viajó y se reunió con personas de diferentes sectores sociales y con el principal asesor del gobernante en temas armamentísticos. Su historia tiene un desenlace más feliz que el de la pequeña Samantha pues superó milagrosamente el cáncer y es actualmente escritor y activista por la paz y la amistad
entre las naciones. Ese es el mensaje que debemos multiplicar desarrollando todo tipo de acciones para que nuestro hermoso planeta azul no tenga que despertarse cada día con el temor a la pesadilla inenarrable de un holocausto nuclear.
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