Amanece un nuevo día en la localidad de Los Mártires en Bogotá, específicamente en el Barrio las cruces, es una mañana de enero de 1991 y mientras el país está consternado con el asesinato en cautiverio de una periodista por parte de narcotraficantes y el gobierno afronta una lucha sin cuartel contra ellos, en el parque del barrio estaba pronto a iniciarse un combate pero no entre bandas delincuenciales sino entre dos equipos de fútsal en el cual no solo se compite por diversión sino por el honor de ser los mejores y quien quita ser reconocidos por algún cazatalentos y así salir de la pobreza, pues aunque este era un torneo no muy conocido, había la oportunidad de que los llamaran a integrar un equipo y jugar un torneo en la liga de Bogotá.
Ahí estaban prestos a iniciar el encuentro 10 jóvenes con ganas, entre ellos, Manuel Bocanegra, John Espitia y John Jairo Castro, los cuales, cada uno a su manera, tienen una historia para contar. Los tres son talentosos deportistas, Bocanegra juega por diversión, le fascina desde pequeño darle patadas al balón, Espitia tiene en su mente salir de la pobreza y ayudarle a su papá que es carnicero y para Castro, su gran motivación es su mamá, sueña con el día de poderle ofrecer todo lo que la falta de recursos les ha negado , quizás por la falta de suerte o las escazas oportunidades que brinda el gobierno, que cree que la desigualdad genera violencia y no al contrario como se debería pensar.
Inicia entonces el compromiso, el equipo que tiene el favoritismo del público es Chamitos porque tiene a los 3 mejores jugadores, claro que ahí están también el hechicero y el chiqui que también hacen lo suyo, en la banca están el conejo y casparín (le dicen así porque tan pronto acabe el compromiso debe correr a casa de sus padres para evitarse unos correazos), su oponente son Las cruces FC, es un equipo no muy bueno, por eso todos piensan que es un resultado cantado. El saque es de Chamitos , se la toca Espitia al hechicero, Castro corre por derecha gritando “tóquela, tóquela”, entonces así lo hace el hechicero y como si se tratase de un conjuro de magia, la pone como con la mano al servicio de Castro y éste la para con el pecho, la baja y dispara, el balón va a una velocidad cual si fuese una bala y atraviesa rivales hasta inflar la red, no hay sangre, no hay resentimientos, el fútbol los hace alejarse de esa violencia permanente en las calles y esa sensación que les da el narcotráfico de la época en cabeza de Pablo Escobar de conseguir las cosas fáciles pasando por encima de quien sea.
El partido termina 6 – 0, cantado como se decía anteriormente, Chamitos es campeón, entonces empieza la ceremonia de premiación, que es más una excusa para prender la fiesta en el barrio, la cancha entonces deja de ser un escenario deportivo para convertirse en una pista de baile y un lugar de debate deportivo, sicológico y político donde los «cuchos» pretenden arreglar el país, entre ellos estaba Don Medellín, una especie de cazatalentos con contactos en el distrito que había puesto sus ojos en Castro, Espitia y Bocanegra. «Háganle chinos, vean que no es mamando gallo, allá los miran jugar y si les gusta los ponen a jugar en buenos equipos», esa fue la premisa con la que ofreció darles la oportunidad de que los conocieran ya a un nivel mas alto en la Liga de Microfútbol de Bogotá, dejando de lado torneos de barrio, partidos clandestinos, donde ganaban plata por apuestas de los paisas de San Victorino.
La oportunidad estaba dada, solo era jugar bien, como siempre se había hecho, ya no por patrocinios, ni por apuestas clandestinas, sino por la familia, por los cuchos, por la gallada, para que creyeran que si se podía, que aunque esas gangas son calvas, (especialmente en Colombia donde al deporte no se le da importancia, contrario a lo que sucede en países como Argentina y Brasil), tenían la plena certeza que estaban para grandes cosas y no para meter vicio, atracar o terminar en alguna pandilla donde quizás solo encontrarían la muerte. Y así fue, lograron lo que se creía impensable, que «chinos» de barrio empezaran a figurar ya en torneos distritales, pero sin «crecerse» sino con «la mera humildad» como todo el barrio lo esperaba.
Los triunfos no se hicieron esperar, su talento para jugar el deporte de las masas hacía vibrar a quienes asistían a ver sus partidos, sin pensarlo habían incursionado en el negocio del fútbol, en menor proporción a las grandes transferencias mundiales, pero en el fondo con la misma intención: ganar dinero.
Y aunque su esencia era el futsal, por azares del destino y por maniobras económicas de quienes están detrás de este negocio, Espitia y Castro integraron las inferiores de Independiente Santafé y Deportes Tolima respectivamente, mientras Bocanegra seguía en el microfútbol, no porque no tuviera el talento suficiente, sino porque lo suyo era el disfrute del juego sin darle tanta importancia al dinero.
Espitia no duró mucho en Santafé, en uno de los entrenamientos, tras una pelea con el entrenador, abandonó el equipo y regresó nuevamente a jugar futsal, su verdadera pasión, para lo que estaba hecho, retomó su rumbo y tras varios años de figurar en el microfútbol colombiano, logró ser parte de la selección colombiana de fútbol de salón y se coronó campeón del mundo en el 2011, en un partido en el que fue figura marcando 4 de los 8 goles con los que Colombia venció a Paraguay y lo convirtió en un referente de lo que la tenacidad y las ganas pueden lograr, sin importar los obstáculos que se presenten, hoy en día vive en el barrio que lo vio crecer, su padre sigue siendo carnicero y uno que otro domingo, se le ve jugar el tradicional picadito en la misma cancha donde comenzó a forjar su sueño.
Por otro lado, Castro haciendo uso de su gran talento, veía como se cumplía su más grande anhelo, darle a su vieja lo que siempre le había faltado, aunque la distancia los separaba, pues él jugaba en Ibagué y ella seguía viviendo en su humilde casa en Bogotá, los vínculos entre madre e hijo eran inquebrantables. Ella era su motor, la que le daba fuerza a sus piernas para hacer gambetas, esquivar rivales y ahogar a la tribuna con el grito del gol, era feliz.
Pero toda felicidad no es eterna, una mañana de 2011 mientras tomaba su desayuno para salir a entrenar, una llamada derrumbó todo su mundo, pues quien lo alentaba a seguir, la persona más importante en su vida, había dejado de existir tras perder la batalla contra un cáncer de estómago.
Viajó a Bogotá y nunca más volvió a pisar tierras tolimenses, el alcohol y las drogas se convirtieron en su refugio, volvió nuevamente a recorrer las calles de su barrio pero ya no pateando un balón con un corazón lleno de sueños, sino con el alma enterrada en el vicio, empuñando un cuchillo para conseguir dinero.
Bocanegra, el tercer protagonista de esta historia, jugaba torneos de futsal a nivel distrital, siempre con la consigna de pasarla bien, de practicar un deporte porque le divierte, lo demás se da por añadidura. Talento no faltaba, al igual que Espitia y Castro, sus jugadas eran disfrutadas por los amantes del buen fútbol.
El 15 de mayo de 2012, cuando iba en una motocicleta prestada a jugar en un torneo en el Olaya, un conductor ebrio, arrolló a 4 personas, entre ellas Bocanegra, quien sufrió fractura de sus 2 piernas, perdiendo la movilidad y quedando condenado a una silla de ruedas, actualmente se encuentra alejado de los escenarios deportivos en una especie de “destierro futbolístico”. A veces sus amigos le buscan y lo animan para que los acompañe, les “dé moral” a la hora de enfrentar cotejos, cosa a la que se niega muchas veces pero que al final accede, pues a pesar de sentir nostalgia por no poder correr tras ese balón que tantas alegrías le dio, el ser parte del público, el ver los toros desde la barrera le han dado la facultad de entender el fútbol desde otra perspectiva.
Es irónico como el fútbol a pesar que en sus inicios fue un juego hecho para entretener, hoy en día se haya convertido en un negocio que lucra a algunos, y donde los seres humanos son tratados como mercancías, al punto de deshumanizarlo, pues los jugadores son vistos como héroes casi perfectos. Es como si pertenecer al negocio del fútbol, les implicara renunciar a lo que quieren, a lo que piensan, a sus sentimientos, claro está, mientras son útiles al mercado, ya después se convertirán en seres anónimos relegados, perdidos en una sociedad que olvida muy rápido.