Ha llegado para tornarse en símbolo. Las figuras geométricas, sus referencias infantiles, lo sórdido de un argumento retorcido y otros varios elementos han convertido a la ficción de Netflix en un producto rompedor y violento, aunque esto último de manera más gráfica que discursiva. No es la primera vez, tampoco, que se plantea una temática que muestre la lucha cruel y perversa por la supervivencia. La originalidad está probablemente en cómo se cuenta, lo que roza a veces el absurdo o lo esperpéntico. La ficción es entretenida, pero en este artículo no se pretende analizar la serie, por lo que el lector puede leer tranquilo, sólo se hace mención de manera genérica, sin destripar nada.
El juego del calamar centra su mirada en las consecuencias, menos densas y, en realidad, más fácilmente digeribles que las causas. Las consecuencias son un caudal de emociones que lleva al ser humano a un estado casi primitivo en el que la anarquía y la ley de la naturaleza (si seguimos los criterios de Maquiavelo) se imponen para presentar nuestro lado más miserable. Egoísmo, perversión, violencia e incivismo. La serie establece un retrato de seres humanos al borde de la desesperación que entra en conflicto con una moralidad que queda como eslabón débil. Y, todo ello, presentado como una sociedad del espectáculo con dudoso escrúpulo que atañe incluso al espectador real. Esta última parte llama la atención: hay cierta recurrencia en esta temática de la lucha humana encarnizada por la supervivencia que quizás pareciera una normalización para cuando llegue el momento. Los recursos se acabarán, el planeta se está agotando, y el poder del audiovisual es inmenso para normalizar situaciones. Pero ésa es otra historia.
¿Cómo llega el ser humano a una situación de tanta calamidad y penuria, material e intangible? Las causas, las causas… Porque la serie se basa en las consecuencias, pero no atiende tanto a las causas. Sí, son personas en unas condiciones socioeconómicas muy graves, desesperadas, de una frustración sempiterna, socavadas en un agujero del que apenas existen salidas, si es que existen. Pero casi todo queda reducido a grandes cifras monetarias, inasumibles desde sus posiciones. Las historias personales no abundan y aparecen de pasada la mayoría del tiempo. Se mencionan, se conocen, pero ni se profundizan ni se conectan entre sí. La jauría humana aparece así como unos individuos descontrolados por su propia naturaleza, sin una base profunda de la enorme responsabilidad que el contexto intervino en ellos.
Huelga decir aquello de la libertad creativa y la intencionalidad del autor en querer resaltar lo que considere más jugoso. Pero aquí Virgilio persigue estas líneas: «¡Feliz aquel que conoce la causa de las cosas!», decía. La jauría humana no está exenta de contexto. El juego del calamar real se llama neoliberalismo y actúa como un sistema atroz sin escrúpulos que fomenta la desigualdad. Ricos más ricos, pobres más pobres. Los mensajes individualistas propagados por medios, publicidad y otros elementos discursivos desnaturalizan al ser, que abandona el colectivo para vivir en soledad y en competencia diaria. Una supervivencia sin en el extremo de tener que infligir daño mortal al otro, al menos en el caso del común de los mortales. El sistema es violento y perverso, y agrava la violencia y perversión que el ser humano contiene por naturaleza. Bancos que desahucian a personas por no poder pagar una deuda mientras entidades deportivas o medios de comunicación son sostenidos con deudas millonarias para mantener el circo, fortunas que ocultan cantidades ingentes de dinero en paraísos construidos con delicada arquitectura fiscal, sistemas de salud y educación privatizados que dividen a las personas por su cuenta bancaria y no por la dignidad mientras el dinero público es robado porque el ahora y el yo se han constituido en extremo como valores saludables. Todo el mundo tiene historias a su alrededor injustamente justas porque así son las normas del juego, reglas en las que una élite matemáticamente no puede perder.
El sistema neoliberal, que no atañe sólo a lo económico aunque ésta cuestión sea la que más condiciona al ser humano (Marx dixit), ha supuesto un desafío y una traición al germen liberal del que nace. Adam Smith, liberal clásico, comprendía que la libertad individual y la propiedad privada no se regían por un derecho absoluto. El homo economicus, en su teoría de los sentimientos morales, debía devolver a la sociedad parte de lo que ésta le daba. Responsabilidad social. Los liberales clásicos, burgueses que querían acceso al poder y que lo lograron por la vía revolucionaria o reformista, planteaban un sistema con unas limitaciones que no convirtieran al sistema en una anarquía capitalista en la que la fuerza bruta era sustituida por las monedas y, especialmente, por los billetes. Por eso Montesquieu propuso la separación tripartita de poderes, que debía traducirse en un sistema de convivencia social al asegurar el buen funcionamiento de las instituciones. Claro que ignoró la fuerza del poder económico, que ha rebasado cualquier separación de poderes porque el único poder es el mercado. Las constituciones, que fue otro paso por el que la sociedad establecía una norma magna por la que regirse y convivir, garantista y social en sus aspiraciones más incumplidas, han quedado mojadas por una soberanía mercantil que además no es elegida. El elemento con mayor determinación en nuestras vidas, por encima de los gobiernos, no participa de la democracia liberal.
El juego del calamar es, en realidad, el neoliberalismo. Si se visiona al cefalópodo se observa una matriz, que corresponde a la cabeza, mientras que las filiales pertenecen a los numerosos tentáculos que lo tocan todo. Quizás uno piense en que este ejemplo gráfico hace referencia a una matriz como Pepsi Co., que tiene como tentáculos a la gaseosa pero también a las patatas fritas Margarita. Dos productos distintos del mismo dueño. Pero no hay tantos calamares. Pepsi Co. es simplemente un tentáculo, como lo es The Coca-Cola Company, como lo es Apple, Microsoft, Google, Samsung, Netflix o Amazon, entre muchos otros, que poseen en un porcentaje a los mismos accionistas, los grandes fondos de inversión mundiales (Vanguard Group, Blackrock, Fidelity, State Street…). Estos son, en realidad, la cabeza del calamar.
Las consecuencias son directas. Una desigualdad cada vez más violenta, no sólo en índices económicos, sino en todo aquello que depende de esto, lo que reduce las oportunidades. La única gran discriminación en el mundo es la aporofobia, el miedo al pobre, porque en lo esencial nadie cierra puertas a un miembro de un colectivo discriminado si el bolsillo tiene dinero. Afecta, pues, directamente a la dignidad humana. Pero la situación además cada vez estrecha más la salida. El libre mercado se ha configurado en una cárcel porque no existe: donde hace décadas existían diez opciones de mercado, hoy existen dos, a lo sumo tres. Y probablemente compartan accionistas, porque no compiten, se alían. Ante todo está la preservación de la clase social a la que pertenecen. Los que más han estudiado en lo privado estos conceptos revolucionarios son aquellos que los definen públicamente como arcaicos. Uno tiene alguna remota opción de salir de este entramado si es capaz de llegar a casa tras una jornada laboral maratoniana, con una movilidad urbana ineficiente, en una urbe demasiado grande para ser gestionada en el mayor de los casos.
Pero otra de las consecuencias es el riesgo que supone a la soberanía popular. El poder del capital es tan inmenso en estas empresas mastodónticas de enorme concentración, que un gobierno tiene poca capacidad para enfrentarse porque carece del poder real que sí tiene el capitalismo (y especialmente el neoliberalismo), la influencia directa en la supervivencia de la ciudadanía. Se ha producido una quiebra en el pacto social liberal, que al menos normativamente reconocía unas igualdades y unas garantías para una sociedad que pudiera convivir. Distinto es que sean insuficientes o poco ambiciosas, pero estaban escritas. La ineficacia de la política y de los mecanismos para hacer cumplir dichas normas se configuran como una victoria del mercado, que tiene la soberanía de facto. El resto es un vasallaje.
Los problemas del mundo son complejos, no tienen una solución sencilla ni rápida. Requiere un cambio de mentalidad social e individual. Requiere una toma de consciencia para adquirir conciencia. El conocimiento da libertad porque permite la comprensión. El conocimiento da luz en una sala oscura. Las causas, las causas… Preguntarse por qué. Mirar al calamar y a su juego: oligopolio, privatización, concentración y un discurso perverso que justifica lo injustificable. Es el mercado, dicen. Un nuevo absolutismo que ha derribado, precisamente, aquello que derrocó al Antiguo Régimen. El desafío para la Humanidad es histórico. Y urge.
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