Para terminar año, los vecinos de la localidad de Normandía, donde yo vivo, han mostrado su preocupación por el fenómeno de la presencia permanente de los recicladores en el barrio. Ya habíamos denunciado ante la Junta de Acción Comunal, y ante los CAI de la zona, el impacto en inseguridad en que ha derivado todo este asunto. Por época de Navidad y festividades, a muchos se les ablanda el corazón; nuestros debates en los chat del barrio han sido numerosos por las opiniones que hay sobre la forma de abordar el problema y la poca atención que hay de las autoridades y de la prensa, a la que hemos acudido y que no ha mostrado un mínimo de interés.
A esta fecha, los vecinos comparten su material audiovisual, y nos hacen llegar sus videos y fotos para que adjuntemos a los derechos de petición que se están proyectando para radicar ante las entidades que deben, deben intervenir para solucionar el problema. He dicho que yo pago impuestos y que es obligación de la Policía y la Alcaldía local, desalojar el lugar y reubicar a estas personas, en su mayoría población migrante venezolana. Otros opinan que se deben adelantar campañas para que la comunidad no les provea de alimentos y agua y proponen firmatones para acudir todos a la autoridad.
En este punto, me preocupa la poca efectividad que tiene la intervención institucional que ha expresado que está maniatada porque el enfoque de derechos humanos por ser población vulnerable, no los deja proceder. Ante esa respuesta, el panorama no pinta bien. Tendremos un BRONX en todos los puentes de Bogotá, porque la situación de invasión del espacio público se presenta en toda la ciudad. Lo más reciente, sucedido con el asunto, ha sido detectar que hay Fundaciones que apoyan a estas personas. Les proveen de todo: ollas, comida, lonas, agua y en esa medida, la estacionalidad de los migrantes se hace efectiva.
No se trata de discriminación. Se trata de un asunto de seguridad en vía pública donde consumen drogas, comen, hacen sus necesidades y viven bajo la inclemencia del clima expuestos a la pandemia, y a convertirse en factor de inseguridad en la medida en que el hambre acecha y no pueden dejar de darle a sus familias y niños porque como personas deben subsistir.
Es irresponsable no atender el problema; es negligente que la prensa no atienda las denuncias, cuando desde el año pasado se estableció que en el caño de la 26 es un centro de DELINCUENCIA donde hay prostitución, trata de blanca, armas, trámites de papeles falsos, droga, y se ha registrado la llegada de camionetas de alta gama que llegan por oro, recogen o cobran el dinero producto de los negocios ilícitos. Todo ello relatado por los vecinos cercanos al nuevo puente Mutis.
No obstante, hay testimonios de que los vecinos tienen que quedarse callados. Miran, se aterran y cierran su puerta. Sobre el tema de drogas, nos cuentan que hay cobro por consumo de estupefacientes con tarifas de $2.000, por entrar «a meter», o de $5.000 por quedarse la noche. Los vecinos intentaron poner cámaras y los amenazaron; algunos tuvieron que irse del barrio y dejaron sus casas desocupadas que fueron aprovechadas por los vándalos para entrar y robar hasta los grifos de los baños.
Los relatos de los vecinos son espeluznantes; han visto como, casas enteras, albergan a cientos de inmigrantes que las utilizan no solo para vivir sino como sitio de diversión, prostitución y conflictos. Entre ellos, las confrontaciones provocadas por su ideología política, son el pan de cada día; porque defienden o no a Maduro, o porque se hacen al apoyo de colombianos que les dan trabajo en oficios de casa, y con ello, logran salirse de los grupos para tener una mejor vida.
Todo lo saben las autoridades y nadie hace nada. Las mafias de la delincuencia común están aprovechando el hambre y la pobreza de esta población para fortalecer sus delitos.
¡SOLUCIONES, CHAMO!
De la denuncia realizada, se han derivado propuestas: la utilización de lotes que hay en la localidad para reubicarlos; aprovechamiento de los puentes e intervención para ubicación de proyectos productivos; en fin. Pero esa es tarea de la institucionalidad que parece no interesarse porque ya sabemos por los relatos, que no estamos hablando sólo carretillas de reciclaje.
La población no tiene la culpa del desastre político de su país que empezó hace casi una década; pero los colombianos tampoco tenemos la culpa de ser ahora víctimas indirectas del fenómeno de la migración. Así como sucedió con el desplazamiento y el conflicto armado, que dejó 9 millones de personas en ese problema, así sucede con estos tantos millones de venezolanos que salieron a buscar y a rebuscar, comida y bienestar. En tv, sólo hemos visto su paso por la frontera y sus largas caminatas, pero en la calle, en los barrios, la cosa es a otro precio: están aprendiendo a delinquir. Su libertad está a merced de la delincuencia y las ciudades se están convirtiendo en una gran trampa mortal.