¿Dónde quedó el miedo al monstro que nos encerró hace un año?, -no me refiero a Duque, aunque cada vez pierda más la forma y la sensibilidad- ¿Acaso el Coronavirus dejó de preocuparnos?, aclaro que el miedo es el principal enemigo del sistema inmunológico pero relajarse al extremo de creer en una normalidad con un accesorio más (el tapabocas) no es del todo buena idea. Nos tomamos más en serio el simulacro de Claudia López que evitar una tercera ola de contagios. Se acerca semana santa y el panorama promete empeorar.
Hay un marcado agotamiento y una profunda desesperanza, cuando todo empezó estuvimos muy atentos a los sucesos y recomendaciones, una situación que no esperábamos nos invitaba a conocer más del tema mientras asimilábamos que ya nada sería igual; buscábamos respuestas, pero el virus también era nuevo para los profesionales de la salud, la OMS y los más expertos, nuestra primera pandemia. Es así como rápidamente llegamos a un confinamiento que se iría prolongando en una línea de tiempo interminable, para luego asumir una nueva normalidad con números elevados de contagios y muertes que se registraban diariamente. Nos dimos cuenta que nos privamos por un largo periodo de salir a tomar aire, a hacer deporte, llevar a los niños al parque, sin necesidad, y nos sentimos traicionados; recuperamos algo de movimiento en medio de la angustia de las cifras que subían y bajaban como queriendo jugar con nuestra mente.
Adoptamos la sana costumbre oriental de dejar los zapatos en la entrada, de cambiarnos la ropa que usamos en la calle al llegar a casa, le prestamos atención a los empaques, las superficies, la distancia, la toma de temperatura en la puerta de cada edificio, almacén, oficina, los tapetes desinfectantes también se normalizaron y luego nos dijeron que nada de eso servía o estaba comprobado que servía excepto la distancia y el buen uso del tapabocas. Ya no sabemos a qué experto escuchar o a quien creer y al no encontrar esas respuestas que buscábamos cuando todo empezó, dejamos de buscarlas; ya no importa tanto, nos enfrentamos al virus ignorándolo un poco, dejando que la vida y el azar nos marquen el rumbo. Eso de cuidar la salud física y la mental en este caso parece una contradicción, si cuidamos una afectamos la otra. Hubo un momento de esperanza con la llegada de las primeras vacunas que aunque pocas y tarde abrían la puerta a la única solución, pero no pasó de la gran celebración y el registro fotográfico, la lentitud de la aplicación de las mismas después de un mes no mejora el panorama; tanto esperarlas para que una buena cantidad se encuentre en un depósito. No tener indicio de cuando nos tocará el turno nos ha llevado a pensar que el covid llegó para quedarse.
Ese agotamiento, decepción y posterior indiferencia hacen que la gente busque estímulos y se arriesgue confiando en el cuidado de los demás, buscando que les devuelvan algo de todo lo que perdimos con nuestro enemigo común, con ese traicionero que ni siquiera nos muestra la cara al instante sino que se deja ver cuándo ya nos ha dominado. Ese agotamiento hace que nos demos algunos permisos que pueden ser fatales.
Entre las vacunas que se pierden, las que adjudican a quien no corresponde, las represadas, las que no se aplican, las vacías, las que se duda de sus riesgos, más la discusión de si darle paso a los privados y agilizar el proceso, un sistema de salud sin mejoras significativas, sin renta básica, un presidente que parece prepararse para una guerra y el abandono e indiferencia de la ciudadanía, empezamos la tercera ola de no sabemos cuántas más.