En una esquina del Mediterráneo oriental, como arrinconado entre Turquía, Siria e Israel está un país que apenas bordea los 10.000 kilómetros cuadrados de extensión, un poco más que Caldas, que es uno de nuestros departamentos más pequeños. Sin embargo, esa nación es grande en la historia y es destacado el papel que su emigración ha jugado en el escenario internacional.
Varios siglos antes de Cristo albergó a los fenicios, grandes navegantes y hábiles comerciantes que fueron los primeros en circunnavegar África y dejaron el alfabeto que fue la base de los sistemas de escritura de varios idiomas actuales. También fundaron colonias en diferentes lugares del Mediterráneo, entre ellas Cartago, gran imperio que rivalizó con Roma, así como la ciudad francesa de Marsella y otras en España como Cádiz y Cartagena.
Siempre los libaneses han sido grandes viajeros y emigrantes, pero desde fines del siglo XIX por la agudización de los conflictos internos y luego a comienzos del XX con la caída del Imperio Otomano y la situación de pobreza, la salida masiva del país se hizo más fuerte. La emigración ha sido tal que en la actualidad hay entre 8 y 14 millones de libaneses en el exterior, cifra mucho mayor que los 4 millones de habitantes del país. En general esa diáspora se ha adaptado muy bien en los países de acogida y algunos de sus integrantes, especialmente los de la segunda generación han ocupado posiciones muy destacadas en diferentes campos, especialmente en la economía y la política. Varios de ellos han llegado incluso a la presidencia, como Julio César Turbay en Colombia, Abdalá Bucaram y Jamil Mauad en Ecuador y el actual mandatario dominicana, Luis Abinader.
De hecho, los de ancestro libanés son la gran mayoría de los cerca de 500.000 colombianos de origen árabe que constituyen la fuerza inmigrante más significativa en nuestro país. Sin duda, forman parte indisoluble a la nacionalidad y han hecho grandes contribuciones a nuestra cultura. Cabe resaltar dos datos curiosos respecto a ellos: Uno es el apelativo de “turcos” que se les dio a los recién llegados, por tener pasaporte de Turquía ya que su nación estaba adscrita al imperio otomano en ese momento. El otro es que a pesar de ser más o menos el 1% de la población, conforman el 10% del Congreso de la República(quien desconfíe de esa cifra puede consultarla con los parlamentarios Besaile, Name, Elías, Char, Barguil, Blel, etc; también puede preguntársele a la Abudinen pero no sería tan recomendable).
Volviendo a la turbulenta historia del país, un elemento clave, después de la salida de los turcos, fue el dominio francés que se prolongó hasta 1946 cuando se logró la independencia. Desde entonces rige el pacto que establece una distribución del poder político entre las tres comunidades más importantes: la presidencia la tendrán los cristianos maronitas, la presidencia del congreso los musulmanes chiitas y el cargo de primer ministro está reservado para los musulmanes sunitas. Es un confesionalismo bastante discutible que pervive en la actualidad y que ha permitido un frágil equilibrio. Ciertamente no todo el tiempo, ya que entre 1975 el país fue asolado por una crudelísima guerra civil que lo estremeció hasta sus cimientos y cuyos efectos todavía se sienten. En medio de ella se dio en 1982 la invasión de Israel, que se dio con el pretexto de decapitar la dirigencia de la Organización para la Liberación de Palestina-OLP-que se había asentado en el país. Un sector importante de la derecha cristiana, llamado La Falange, se alió con el invasor y bajo la protección de éste cometió la masacre de Sabra y Chatila en septiembre de ese año, en la que fueron asesinados cerca de tres mil civiles palestinos que habitaban en campos de refugiados.
Otro hito significativo fue la Guerra de los 33 días en 2006, nuevo ataque israelí dirigido a liquidar al grupo Hezbolá(“partido de dios”), movimiento político-militar de resistencia que no reconoce al Estado de Israel y tiene fuertes vínculos con el gobierno de Irán. Esa milicia, de apenas unos pocos miles de combatientes plantó cara a la mayor potencia de la zona y propinó a Israel la derrota más memorable en la lista de sus enfrentamientos con los países árabes.
Ya entrado el siglo XXI, el panorama del Líbano se vuelve a complicar en medio de los grandes terremotos políticos que azotan la región. La vecindad está literalmente en llamas desde la invasión de Irak por Estados Unidos en 2003, la guerra en Siria iniciada en 2011 que aún no concluye y la sempiterna agresividad del gobierno de Tel-Aviv, que amenaza constantemente la seguridad e independencia del Líbano y tiene dentro de sus planes la destrucción de su archienemigo Hezbolá.
En ese marco la nación viene resintiendo una crisis muy severa en el campo económico y social, a la que se agrega una corrupción endémica y un considerable deterioro en las condiciones de vida. Con tal caldo de cultivo, la injerencia estadounidense no se ha hecho esperar y se incrementa por diferentes vías, entre ellas la declaración de Hezbolá como grupo terrorista y las presiones más descaradas para que sea retirado del gobierno, a pesar de que es una organización legal con gran votación popular y con una influencia decisiva en el mantenimiento de la democracia y la convivencia. Lo que no le perdonan es su posición radical frente al régimen de Israel y su independencia frente a las potencias dominantes, lo mismo que sus gestiones exitosas para importar petróleo iraní, el que han distribuido equitativamente y a precios accesibles a la población sin discriminación alguna y en el caso de los hospitales, gratuitamente. Así mismo, tampoco les gusta para nada que haya jugado un papel importante en Siria contribuyendo a frenar el avance de los grupos extremistas y ayudando en la defensa de la integridad de ese país, asediado por diferentes frentes. Recordemos que al terrorismo de sectores como Al Qaeda y el Estado Islámico se unieron ataques de Turquía y Estados Unidos, que aún ocupan ilegalmente partes del territorio sirio. Como si fuera poco, la aviación israelí bombardea cada tanto objetivos en Siria. Como quien dice, “al caído, caerle”, pero ahí si no hay sanciones ni condenas de la llamada comunidad internacional.
Al complicado panorama de endeudamiento nacional, falla en los servicios de agua, luz y recolección de basuras se suma un delicado problema alimentario y la falta casi total de combustible. El golpe de gracia en la crisis se dio en agosto del año pasado cuando una terrible explosión en una bodega de almacenamiento de químicos en el puerto de Beirut produjo más de 200 muertos, miles de heridos y afectación a cientos de miles de viviendas. Toda una catástrofe nacional que ha herido en lo más profundo el alma del país del cedro y cuyos efectos se sentirán por muchos años.
Lamentablemente no hay claridad sobre la responsabilidad de la explosión y la investigación dista mucho de ser completa e imparcial. Muchos intereses turbios tanto internos como externos tratan de manipularla y usarla con protervos fines políticos, tratando de pescar en el río revuelto de la confusión y el desconcierto. Es así como el movimiento Amal(“Esperanza”) y Hezbolá expresaron inconformidad por la actuación del juez Bitar, encargado de la pesquisa, y recientemente realizaron una manifestación de protesta ante el Ministerio de Justicia. Cuando todo se desarrollaba con normalidad se desató de repente el infierno: desde los techos de edificios cercanos francotiradores amparados en las sombras dispararon contra los manifestantes matando a siete de ellos e hiriendo a decenas. Vino luego la cacería de los atacantes y las fuerzas de seguridad capturaron a nueve, que resultaron ser miembros del partido Fuerzas Libanesas, continuador de la Falange, ahora presidido por Samir Geagea, político de derecha condenado(e indultado)por varios crímenes.
Es claro que se trata de una provocación dirigida a producir la desestabilización, tan grave que revive los temores de guerra civil y enfrentamientos sectarios. Afortunadamente los sectores políticos más importantes no cayeron en la trampa y los extremistas sedientos de sangre han quedado aislados. Sin embargo, seguramente seguirán intentando sembrar la discordia y la inseguridad en el país del cedro, que hoy más que nunca reclama la solidaridad de sus amigos en el ancho mundo.
Esperemos que este árbol, símbolo nacional tan visible en su bandera siga transmitiendo la fortaleza y reciedumbre que este pueblo ha demostrado durante milenios y que le permita sortear la borrasca que sacude al Líbano hasta sus bases en esta primera parte del siglo XXI.