Quienes con su lenguaje polarizante han logrado capturar el pensamiento de un sector importante de la sociedad, promueven el miedo al cambio y el odio por quienes lo impulsan.
Warren Buffet, el multimillonario estadounidense que descubrió que su secretaria pagaba proporcionalmente más impuestos que él, afirmó en 2006: «Hay guerra de clases… pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y estamos ganando». Al escucharlo, el escritor Ben Stein le alertó que cuando alguien habla así lo acusan de estar fomentando la lucha de clases.
Traigo a colación esta referencia porque la revista SEMANA, en su edición 2000, hace un comentario que llama a la reflexión. Afirma que, a pesar de la violencia, la corrupción y el narcotráfico, Colombia ha logrado en los últimos 38 años un importante progreso en derechos y condiciones de vida sin recurrir a “costosas revoluciones”. Pero ¿no será que Colombia sí ha experimentado una revolución?
El año 1989, como bien lo recuerda María Elvira Samper, representó un punto de inflexión. Cuando asesinaron a Galán, en una entrevista con Ted Koppel en ABC Nite line, expresé que el magnicidio estaba dirigido a montar un narcoestado en Colombia. También fue el año de la caída del muro de Berlín y del Consenso de Washington. Lo primero inició el fin de la guerra fría y lo segundo dio comienzo a la globalización neoliberal de la mano del fundamentalismo del mercado y del desmonte de la función distributiva del estado.
Con la Constitución de 1991, Colombia enfrentó el reto del copamiento criminal de la política y facilitó el cambio del modelo económico. Fue una constitución ecléctica que le devolvió al país legitimidad y fe en sus instituciones políticas. El progresismo se sintió reivindicado con la carta de derechos, la tutela, la autonomía territorial y el reconocimiento de la diversidad, entre otros grandes avances, muchos de los cuales se reversaron o se quedaron en el papel.
Los emisarios del Consenso de Washington también sentaron sus reales con la cuota inicial del banco emisor limitado a controlar la inflación, el desmonte del Estado interventor, la apertura hacia la privatización de lo público y la pasmosa facilidad para reformar en adelante la constitución. Así, “pasito a pasito, muy suavecito”, se abrió paso la revolución que describió Warren Buffet.
Con la nueva constitución avanzó el desmonte de las agencias del Estado que servían al campo, la privatización de los servicios públicos y sociales, la reducción los derechos laborales, la desregulación financiera y la entrega del manejo del ahorro pensional a grandes consorcios privados. El sistema tributario perdió progresividad al reducirse la carga tributaria del capital y aumentarse el IVA para los demás.
Bajo el modelo neoliberal se registraron reducciones importantes en la pobreza que no se pueden soslayar, pero tampoco sobreestimar. De manera simultánea, mientras la población y el producto interno bruto (PIB) crecían, aunque a menor ritmo que durante el modelo anterior, se rebajó la participación del trabajo y aumentó la del capital en el ingreso nacional.
Fue creciendo un desequilibrio social inmenso que no se refleja en las encuestas de hogares porque no incorporan en sus muestras al uno por ciento más rico. Y lo más grave, se retiró al Estado del campo cuando arreciaba la violencia y crecían la insurgencia armada y el paramilitarismo, con su estela de desplazamiento forzado y despojo de tierras.
Desde antes de la pandemia, ese modelo económico concentrador de riqueza mostraba señales de agotamiento. Las movilizaciones sociales y la pandemia dejaron al desnudo las falencias del mercado a ultranza, el Estado mínimo y la privatización de la salud. Se hacen indispensables cambios estructurales que introduzcan equidad social y sostenibilidad ambiental. En lo político, urge separar el dinero de las elecciones para que la concentración de poder económico no sea tan determinante en las decisiones distributivas de la sociedad.
Quienes con su lenguaje polarizante han logrado capturar el pensamiento de un sector importante de la sociedad, promueven el miedo al cambio y el odio por quienes lo impulsan. Pero la economía y la política pueden dar otra vez un vuelco como en 1989-91. Colombia vivió una revolución y está preparada para otra. Hoy el cambio estructural en democracia no solo es posible sino deseable.