Por:
En las últimas décadas, la democracia representativa —ese sistema mediante el cual la ciudadanía delega en sus representantes el ejercicio de la soberanía— ha experimentado un proceso silencioso pero corrosivo de descomposición: su privatización.
En nombre de la gobernabilidad, la estabilidad institucional o la eficiencia legislativa, los congresos se han ido convirtiendo en mercados políticos donde el acceso al poder no implica necesariamente una responsabilidad pública, sino una oportunidad de negocios. En este contexto, senadores y representantes a la Cámara ya no actúan como portavoces de los intereses colectivos ni como garantes de los derechos ciudadanos, sino como administradores de curules convertidas en microempresas al servicio de clientelas, intereses privados y pactos corruptos con el capital financiero.
Este fenómeno, que no es exclusivo de una sola nación pero que encuentra particular expresión en democracias frágiles como la colombiana, pone en evidencia una mutación profunda en la naturaleza de la representación política. Ya no se trata de representar ideales, luchas sociales o propuestas de transformación. Se trata, en cambio, de usar la representación como un activo empresarial: una fuente de poder, de renta y de influencia que sirve para reproducir privilegios, blindarse judicialmente y articular redes de intercambio clientelar que benefician a unos pocos a expensas del bien común.
1. Curules como microempresas políticas
En la práctica política cotidiana, una curul en el Congreso funciona como una franquicia personal o familiar. Su propietario —el congresista electo— establece una estructura administrativa y territorial que opera con lógica empresarial: hay inversiones (en campañas políticas), hay retornos (en contratos, puestos, favores y prebendas), hay redes de distribución (los llamados “correligionarios” o “líderes comunales” que aseguran votos), y hay un mercado específico (el electorado cautivo por necesidad o dependencia).
Esta estructura reproduce una relación perversa entre el representante y sus representados: no se trata de una representación basada en derechos, sino en favores. El político no legisla para transformar realidades estructurales, sino para conservar el flujo de recursos que garantizan su permanencia en el poder. Los presupuestos públicos se convierten en moneda de cambio para pagar lealtades, y los proyectos legislativos son negociados bajo la mesa en función de intereses particulares, no del bienestar general.
El clientelismo, en este sentido, no es un fenómeno marginal o folclórico; es la piedra angular del funcionamiento del aparato representativo en su versión privatizada. Las curules ya no son espacios para el debate ideológico ni para la deliberación pública. Son activos que se gestionan, se negocian y se heredan, muchas veces dentro de clanes familiares o casas políticas que actúan como dinastías parlamentarias.
2. Corrupción y captura del Estado
Uno de los efectos más evidentes de esta privatización de la democracia es la corrupción sistemática del Estado. Los congresistas, una vez elegidos, establecen alianzas con empresas privadas que financian sus campañas, y que luego exigen el retorno de su inversión en forma de contratos, beneficios tributarios, licitaciones amañadas o leyes a la medida. Se produce así un círculo vicioso de captura institucional, donde el legislador ya no responde a sus votantes, sino a sus financiadores.
Esta dinámica se ve reforzada por el sistema electoral mismo, que en muchos países —incluido Colombia— exige campañas costosas y dificulta la participación de movimientos ciudadanos sin grandes recursos. Las listas abiertas, la falta de control al financiamiento privado, la débil rendición de cuentas y la impunidad de los congresistas procesados por corrupción son síntomas de un sistema que permite que el poder legislativo se convierta en un instrumento de acumulación privada.
El Estado, en consecuencia, deja de ser un garante de derechos universales para convertirse en un botín que se reparte entre quienes controlan las llaves del presupuesto y del aparato legislativo. El diseño de políticas públicas, la planeación del gasto y la regulación de sectores estratégicos se realiza en función de intereses privados, y no del interés público. Esto explica por qué en sectores como la salud, la educación, el trabajo o el medio ambiente, las reformas estructurales nunca avanzan: porque afectan los privilegios de quienes tienen capturado al Estado desde las curules parlamentarias.
3. Alianzas con el capital financiero y el sector empresarial
Un aspecto clave de esta privatización de la democracia representativa es la connivencia de los congresistas con el capital financiero y empresarial. Bancos, aseguradoras, multinacionales extractivas, fondos de inversión y gremios económicos actúan como verdaderos lobbies permanentes dentro del Congreso. A través de fundaciones, “tanques de pensamiento”, asesorías técnicas o simplemente donaciones camufladas, estas entidades orientan el sentido de las reformas, redactan artículos de ley, vetan propuestas que amenazan sus intereses y premian con cargos o contratos a quienes legislan a su favor.
Esto ha llevado a que muchas decisiones legislativas se tomen en función de los balances de riesgo que hacen las calificadoras de crédito o de las exigencias de los tratados de libre comercio, y no de las urgencias sociales del país. Los representantes del pueblo votan en contra de aumentos al salario mínimo, de subsidios a la educación pública o de impuestos a las grandes fortunas, mientras promueven exenciones a zonas francas, beneficios tributarios a grandes empresas y flexibilización laboral para atraer inversión extranjera.
Este proceso reproduce una democracia de élites, donde los sectores populares, indígenas, campesinos, trabajadores informales o juventudes precarizadas no tienen una voz efectiva en las decisiones que afectan su vida cotidiana. Las mayorías sociales son convertidas en minorías políticas, y sus necesidades son subordinadas a los caprichos del mercado y del capital especulativo.
4. El olvido de la ciudadanía y el vaciamiento democrático
Lo más grave de este proceso de privatización es que vacía de contenido el principio mismo de la democracia representativa. En teoría, los congresistas son mandatarios del pueblo, elegidos para legislar en su nombre y defender sus derechos. En la práctica, muchos se comportan como accionistas de una empresa que busca maximizar beneficios privados, minimizar riesgos legales y asegurar su perpetuación en el poder.
El pueblo se convierte así en una referencia abstracta, una retórica de campaña que desaparece una vez pasadas las elecciones. No hay mecanismos efectivos de revocatoria del mandato, ni herramientas ciudadanas robustas de control político. La desconexión entre ciudadanía y representantes genera apatía, abstención, desconfianza y cinismo frente al sistema democrático. El ciudadano siente que votar no sirve, porque “todos son iguales”, y ese sentimiento, aunque peligroso, tiene fundamentos reales: la representación ha dejado de ser pública para convertirse en un negocio privado.
Este fenómeno afecta especialmente a las poblaciones históricamente excluidas, que no encuentran en el Congreso una defensa de sus causas, sino una reproducción del clasismo, el racismo y el machismo estructural. La representación política no solo ha sido privatizada, sino también colonizada por élites que no conocen ni les interesa el mundo popular, y que ven en la política una carrera de ascenso social, no un compromiso ético con la transformación de la sociedad.
5. La necesidad de desprivatizar la representación
Frente a esta realidad, se impone la necesidad de desprivatizar la democracia representativa. Esto no significa volver al modelo idealista de representación romántica, sino reconstruir desde abajo una política que recupere el vínculo entre representantes y ciudadanía, entre instituciones y territorio, entre democracia formal y justicia social.
Para ello, es imprescindible fortalecer los mecanismos de control ciudadano, impulsar la financiación pública de campañas, limitar el poder del lobby empresarial, transparentar el ejercicio legislativo, permitir la revocatoria efectiva de congresistas corruptos y garantizar una verdadera paridad en la representación de sectores sociales.
Además, es necesario avanzar hacia formas más directas, participativas y comunitarias de democracia, donde los ciudadanos puedan incidir en las decisiones públicas sin tener que delegar todo el poder en representantes. Las consultas populares, las asambleas territoriales, los cabildos abiertos, los presupuestos participativos y la deliberación ciudadana deben dejar de ser excepcionales y convertirse en prácticas cotidianas de una democracia plural y radicalmente democrática.
En última instancia, la representación no puede ser un privilegio ni un negocio. Es un mandato ético, una responsabilidad pública y un compromiso con la transformación social. Recuperar ese sentido es una tarea urgente si queremos evitar que la democracia se convierta en una fachada vacía, administrada por empresarios del poder y enemigos del pueblo.
Hay que emancipar el voto ciudadano de las empresas privadas electorales hacia nuevos liderazgos sociales ética y políticamente amigos de los cambios y las transformaciones que siembren en el Congreso la semilla de la justicia social.