A Santos lo traicionó su grotesca vanidad y el exceso de confianza. Nunca la vio venir o si quiera pensó en la derrota, su mayor certeza se fijaba en creer que con la victoria en el plebiscito podría reducir al uribismo y disipar su legado en las huestes fantasmagóricas del laureanismo. Así que no vio problema en programarlo a dos meses de firmar un complejo Acuerdo de Paz de 297 páginas, y la extensión no es un tema meramente anecdótico, ya que desde el plano ideal en el plebiscito se refrendaría el “acuerdo en su totalidad”. Esos dos meses serían tiempo suficiente para que los delegados del Comité que otorga el nobel de paz leyeran el Acuerdo, pues los colombianos tendrían que decidir entre la guerra y la paz, ¿y quién en sus cabales votaría en contra de la paz?
Sobre el plebiscito se ha escrito mucho. Desde todos los ángulos y ópticas posibles. Creería que se ha convertido en un fetiche histórico tan recurrente como nostálgico. A cinco años de su inesperado resultado, no dudaría en afirmar que ha sido uno de los mayores errores en nuestra historia. Un error mayúsculo, innecesario y decadente. Una clara muestra de la vulgar instrumentalización de un mecanismo de participación ciudadana, la soberbia que incuba el poder en un régimen presidencialista, el pastiche de las tensiones artificiales de nuestras élites -políticas y económicas- y el principal catalizador del segundo momentum del uribismo.
Para el uribismo, advenido en una oposición monolítica y sistemática desde el 2012, el plebiscito se convirtió en su principal fuerza de arranque en el ascenso al poder, tan potente como para alterar la correlación de fuerzas en el campo social. Sin el plebiscito Iván Duque nunca hubiera llegado a la Presidencia o el uribismo se hubiera convertido en el principal motor en la reacomodación de la derecha. El resultado del plebiscito y la subsiguiente “refrendación parlamentaria”, se convirtieron en una especie de mito fundacional en la legitimidad de la narrativa uribista pos- seguridad democrática, muy penetrante en un amplio conjunto de la sociedad, excepcionalmente convencida de la entrega del país a las Farc.
A cinco años de una debacle histórica resulta curioso recordar que en medio del debate sobre el plebiscito el uribismo se dividió en dos tendencias. Por un lado, un sector que pedía no participar porque implicaría legitimar un mecanismo amañado (en relación con la forma como el Congreso bajó el umbral de participación en la ley estatutaria que creó el plebiscito); y por el otro, un sector mayoritario convencido de la necesidad de participar para recoger la insatisfacción ciudadana derivada de una negociación que se presumía tan distante como extraña. Tras decidirse a participar, sobrevino una de las campañas más siniestras de la historia, plagada de mentiras, desinformación, y falsedades. Se creó una atmósfera densa y pestilente en la opinión pública.
Y de la pestilencia no fue ajeno el gobierno, solo recuerdo como el ilustre negociador Humberto de La Calle, ahora convertido en un prohombre del centro, afirmaba en eventos públicos que de ganar el NO se urbanizaría el conflicto y las guerrillas podrían llegar a las ciudades. Así es, Humbertico también cayó en la espiral de miedo y terror que caracterizó esa campaña.
Para el uribismo resultó muy sencillo ganar, solo bastaba con profundizar las contradicciones y carencias de un presidente desconectado de la ciudadanía y sus inquietudes. Ante el vacío de información dejado por La Habana, se construyeron zonas grises muy potentes, con la capacidad de burlar las encuestas o movilizar a los “inmovilizados”. De fondo, en el electorado de No emergió una poderosa indignación; la opinión concentrada de una élite excluida; el malestar de múltiples capas de ciudadanos empobrecidos que vieron en la supuesta complacencia de Santos con la guerrilla una afrenta a su precario statu quo; salió a flote la capacidad movilizadora de la versión oficial sobre el conflicto, la misma que desnaturaliza sus orígenes asumiendo que todas las atrocidades imaginables fueron responsabilidad del “narcoterrorismo” las Farc-EP.
Lo que el uribismo no calculó, tal vez asumiendo que perdería, era que podía estar jugando con fuego. Al profundizar la desinformación y crear una atmósfera de opinión viciada, activaron los resortes de la manipulación en una sociedad derruida en su cultura ciudadana y así exacerbaron el alcance de las emociones negativas. Una sombra de pesimismo crónico que nunca ha abandonado a Duque en sus años de gobierno y que de paso pulverizó su intención de “unir a los colombianos”. La paradoja es la siguiente: al ganar el plebiscito, el uribismo configuró su retorno al poder, pero a su vez condicionó sus posibilidades de crecimiento o proyección, pues quedó, desde el plano simbólico e ideal, cautivo del Acuerdo.
Solo hay que ver las intervenciones de sus precandidatos presidenciales en un reciente foro para elegir un candidato único de cara al 2022, solo se escucharon posiciones radicalizadas contra el Acuerdo, con propuestas que han venido envejeciendo como aquella de acabar con la JEP, desmontar las curules para las víctimas o sacar a los exguerrilleros del Congreso. ¿Acaso, no entiende qué en un país con millones de personas subalimentadas, desmontar las curules para las víctimas no es algo que inquiete especialmente a la ciudadanía?
Cargando con el presidente más impopular desde que existen registros, con sus banderas erosionadas por un gobierno fallido y arrinconado por un relevo generacional en el que no tiene mayor espacio, el uribismo se aferra a su segundo mito fundacional. Con la expectativa de reeditar las condiciones que los llevaron al poder en 2018, y la ilusión, si acaso lo logran, de gobernar como no lo ha hecho Duque.
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