Los periodistas de los medios masivos van a mil, no ven ni piensan ni escuchan. Dan las 6 w sin estar en el sitio de los acontecimientos, como sí lo pedía kapuscinski. Sólo copian los boletines oficiales, sin constatar los hechos. Es decir que mienten todo el tiempo. ¿Quién dijo que quienes nos gobiernan dan información veraz? Son sobras lo que dan, pero los periodistas se están hartando con esos desperdicios y se han hecho perezosos (especialmente en el cumplimiento de su responsabilidad social), cuando lo que deberían hacer es partir de ese fragmento interesado y salir a buscar la verdad, tarea que en las condiciones colombianas nunca ha sido fácil.
Una prima, a la que visité este fin de semana en un barrio de Bosa, localidad bogotana, no se pierde un noticiero y cree que el mundo se va a acabar. Teme salir de su casa porque puede morir a manos de asaltantes. Ella es una víctima más de la guerra mediática que tiene a los pobres encerrados en sus casas, desempleados y desesperanzados, mientras los ricos aprovechan la seguridad democrática de las carreteras para ir a sus fincas, escuchando la FM de Julito Sánchez. Los periodistas hace rato perdieron su relación con las audiencias y sólo reproducen las voces gubernamentales, muchas de las cuales, interesadamente, pretenden mantener al país en ascuas, mientras permiten que los ladrones de cuello blanco asalten las arcas de los dineros públicos. Con sus informaciones, muchos periodistas están matando a la gente del puro susto, amenazándola a cada instante con su pistola virtual o con su voz desalada y sus imágenes repugnantes. Los papeles debían cambiar: lanzar a los periodistas a la calle a sobrevivir y darle la oportunidad a la gente de narrar sus propias historias.
Dar cuenta de un hecho, he ahí una tarea difícil. Razón tenía el maestro polaco cuando dijo que los cínicos no sirven para este oficio. Si se trata de informar sobre alguien que ha muerto, lo primero sería no perder el asombro. La muerte nos visita todos los días, pero los seres humanos no nos hemos acostumbrado a su presencia. Para informarle a otro ser humano que un ser querido ha muerto, habría que hacerlo con total respeto, como si se tratara de un familiar nuestro. Que la voz sea como un abrazo de condolencia. Hacer sentir, honestamente, que esa muerte nos duele de verdad, sin posturas ni exageraciones. Y si la muerte de aquel ser fue violenta, a manos de otro ser humano, tenemos que determinar las causas. Esta guerra mediática, que deja un gran número de víctimas muertas del susto, debe terminar y los periodistas tenemos en ello una gran responsabilidad.
Si decimos que Carlos ha muerto y nuestra voz no es sensible, el efecto que se produce es que la muerte de Carlos sea una más, una cifra más, y la muerte se va a sentir como algo sin importancia. El mensaje que reciben millones de lectores, oyentes o televidentes será frío, como si se hubiera muerto un mosco, por no decir una rata, o alguien que simplemente merecía morir. El lenguaje es un arma poderosa, pero tenemos que volverlo cálido, sensible, realmente comunicador: que produzca pesar, pero que haga pensar; que conmueva, pero que también mueva los corazones y los pensamientos a reaccionar contra la muerte. Si no damos esta batalla, los muertos seremos todos los periodistas, porque la muerte es que nadie nos lea. Imagínense ustedes: cadáveres vivientes dando información que nadie quiere escuchar. Para allá vamos a mil.
En un país como el nuestro, con una de las más altas tasas de impunidad en el mundo, los periodistas debemos estar alerta y ser la voz que se conduela y clame justicia desde las voces de nuestros entrevistados. Lo que pasa es que los periodistas de los medios masivos son unos acomodados y creen que con sumisión frente a los dueños de los medios deben pagar el favor de que los empleen. Su criterio lo arrojaron al canasto de la basura el día que recibieron el primer sueldo, o el primer regaño, o el primer sueldo que significó aguantar muchos regaños.
Al informar sobre la muerte de Lina Marulanda, los periodistas de los medios masivos demostraron que se creen de mejor familia que el resto de colombianos. Ahí sí no fueron a mil, se frenaron en seco y no cubrieron el sepelio de la presentadora dizque por respeto a su familia. Pero son los mismos periodistas que abusaron del dolor cuando la víctima fue Santiago, el niño asesinado por orden de su padre en Chía, o cuando viajaron a Haití a cubrir el terremoto de ese país y lo hicieron del modo más inhumano, es decir, más insensible, tratando de conmovernos con lo sórdido y no con lo noble.
Toda muerte es injusta y necesita una voz que haga comprender esa injusticia como algo que no merecemos. Si entendemos esto, nuestra labor puede mejorar y producir verdaderos cambios en las audiencias. Si no lo entendemos, durante los próximos cuarenta años vamos a mantener en ascuas a nuestras audiencias, esperando el apocalipsis, hasta que llegue una nueva generación de periodistas que cuenten simplemente la verdad y nos hagan sonrojar de la vergüenza de nuestras informaciones.
Por: Oscar Bustos
www.oscarebustos.wordpress.com