La noticia de que en este fin de año se está concretando la construcción de la Nueva Capital Administrativa de Egipto, a 60 kilómetros de El Cairo, la actual, me ha hecho rememorar que varios países se han planteado el cambio de capital, bien sea creando una nueva o trasladándola a otra ya existente. Así se recuerda como el Imperio Ruso pasó de tener como sede central a San Petersburgo para transferirla a Moscú. Nuestro gran vecino Brasil tuvo primero como capital a Salvador y luego Río de Janeiro, que en 1960 cedió su lugar a Brasilia, durante el gobierno de Juscelino Kubitshek, construida en la meseta central y diseñada por el genial arquitecto Óscar Niemeyer. Brasilia estaba concebida como una ciudad utópica, en la que no habría diferencias sociales.
Con frecuencia el traslado se debe a la necesidad de fortalecer la presencia estatal en territorios muy extensos y ubicar el centro de los poderes públicos en un sitio que no esté en un extremo geográfico sino en un lugar más o menos equidistante respecto a los puntos cardinales del país, que además sea más fácil de defender en caso de agresiones externas. También puede deberse a causas naturales como en el caso de Belice, cuya capital Belice City, a orillas del mar, afectada por un severo terremoto, fue sustituida por Belmopá, lejos de los huracanes y maremotos. En otras ocasiones responde al deseo de superar la macrocefalia de la capital que adquiere una proporción exagerada frente a las demás poblaciones, como sucede en Argentina, donde el gran Buenos Aires, con cerca de doce millones de habitantes opaca al resto de la nación. Allí el sur, la Patagonia, está casi vacío y hay un desequilibrio tan grande en materia demográfica que a mediados de la década del 80 del siglo XX el presidente del momento, Raúl Alfonsín, propuso que el país fuera regido desde Viedma, pueblo de cerca de 60000 mil habitantes ubicado a 1000 kilómetros al sur, donde comienza la Patagonia. Su consigna era “al sur, al mar, al frío”, como reflejo del anhelo de incorporar al cuerpo nacional los vastos territorios australes, como se ha dicho, casi despoblados.
Las dificultades políticas del gobierno y la resistencia de la alta burocracia a dejar las comodidades de la gran urbe hicieron inviable el proyecto y Viedma es apenas recordada como el lugar que iba a ser la nueva capital argentina. Algunos nostálgicos la visitan de vez en cuando, entre ellos quien esto escribe, que recaló en el sitio hacia 2006, movido por la curiosidad histórica. Al encontrar que al norte está Carmen de Patagones y al sur la propia Viedma, separadas (o unidas) por el río Negro, me alegré de no haber atendido el consejo de un amigo que a pesar de provenir de un confín aún más meridional, trató de disuadirme de viajar diciendo que el sitio no tenía ningún interés y que se trataba simplemente de dos villorrios a lado y lado de un río. Encontré belleza en la modestia de las dos localidades, en la serenidad de las aguas de la corriente fluvial y en la austeridad del paisaje patagónico, de un tono ocre, apenas salpicado de pequeños retazos de verdor alrededor de las franjas ribereñas y en las calles arboladas.
Desde la invasión española Colombia ha tenido siempre a Bogotá como sede de los poderes nacionales y nunca se ha promovido su traslado ni la creación de una capital nueva. Su peso demográfico, político y económico se impone sin discusión, a lo que se une su ubicación casi central desde el punto de vista geográfico. De paso digamos que el punto donde confluyen norte, sur, oriente y occidente está situado en Puerto López, en el departamento del Meta y es conocido como Altos de Menegua.
Solamente hace un poco más de tres décadas se propuso por parte del entonces jefe de estado, Belisario Betancur, un presidente poeta y por ende algo romántico, no como capital sino la que se llamó “Ciudad del Futuro”, Marandúa, en las llanuras del Vichada, con cierto sabor a Brasilia, como lugar de promisión y de vida nueva. El nombre significa en lengua indígena “el mensajero que trae buenas noticias desde la selva” representaba el sueño de localidad ecológica, autosostenible y amigable con la naturaleza, una especie de versión en grande de Gaviotas, el centro experimental de agricultura tropical impulsado por Paolo Lugari, también en la planicie vichadense.
Esa utopía no tuvo ni de lejos la suerte de la capital carioca y hoy es apenas un recuerdo y allí solamente queda una base aérea, como muestra de que para la clase dominante colombiana pesa más lo militar que lo ambiental y lo social.
Aún no es tarde para materializar en las zonas escasamente pobladas los anhelos de una población mejor distribuida en el territorio, que viva en paz con la naturaleza y consigo misma.
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