Cada año se presentan nuevas reformas constitucionales dirigidas a desbaratar la forma de Estado adoptada por la Constituyente de 1991. En realidad, muchas son verdaderas contrarreformas que reviven elementos claves del centralismo y autoritarismo de la Constitución de 1886. Es el caso del proyecto que aprobaron esta semana en primer debate los partidos de gobierno en la Comisión Primera de la Cámara. Con la excusa de unificar los periodos de alcaldes, gobernadores y Presidente, se alargarían los mandatos de las autoridades locales, incluidos ediles, concejales y diputados, de 4 a 6 años y medio; es decir, una palomita de dos terceras partes del periodo original y unas vacaciones de elecciones hasta 2022.
Antes de 1991, todas las elecciones se celebraban en un mismo día. A la papeleta antecesora del tarjetón, le llamaban “El chorizo”. El voto se imprimía en una tira larga, encabezada por el candidato a la Presidencia, seguido de las listas al Senado, la Cámara, la Asamblea y el Concejo. Los gobernadores y alcaldes no aparecían pues eran nombrados, los primeros por el Presidente y los segundos, por los gobernadores. Con todo, había elecciones a mitad de periodo, llamadas de “mitaca” como las cosechas secundarias de café que producen un tercio de las verdaderas, que lo dice todo sobre la importancia de las autoridades locales que tenían periodos de apenas dos años.
Uno de los temas centrales de la Asamblea Constitucional fue la descentralización que se resolvió con varios instrumentos: la elección popular de gobernadores pues en 1988 por fin se eligieron por primera vez alcaldes; el aumento sustancial de los recursos locales por la vía del Sistema General de Participaciones que se ajustaba en términos reales de año en año hasta que se eliminaran las necesidades insatisfechas de la población en educación, salud, agua potable y saneamiento ambiental, que fuera la primera víctima de las contrarreformas; una carta de derechos de las entidades territoriales para protegerlas de la invasión de sus competencias por las autoridades nacionales que ahora se verá seriamente afectada y la separación de las elecciones nacionales de las locales y regionales para liberar a candidatos y elegidos del yugo clientelista que tanto ha carcomido la política.
Pues bien. Seguimos caminando en reverso como el cangrejo. Las razones de la urgencia de la contrarreforma de la unificación de periodos son postizas: la armonización de los planes de desarrollo y la reducción del número de meses de ley garantías para optimizar la eficiencia en la gestión local.
Frente a lo primero, para armonizar los planes no hace falta unificar periodos, salvo que se quiera eliminar la autonomía local y someter a los mandatarios territoriales a la férula del chantaje de los caciques, al mejor estilo politiquero de conseguir apoyos electorales locales y demás, a cambio de la destinación de recursos nacionales.
Frente a la veda de contratación para garantizar neutralidad en las elecciones, sinceramente no es aceptable cambiar la Constitución para tapar la falta de una adecuada planificación de la gestión administrativa. Modestia aparte, me correspondió como Alcaldesa designada de Bogotá entre junio y diciembre de 2011, gobernar cuatro de los seis meses con la veda de contratación de ley de garantías y presenté a 31 de diciembre la más alta ejecución presupuestal en años. El problema no está en la norma sino en la capacidad gerencial.
La explicación de fondo de la novel reforma constitucional está en la rebeldía de la coalición de gobierno con la democracia y con la autonomía local. Las elecciones presidenciales de este año presentan un punto de inflexión, un cambio en la correlación de fuerzas entre los sectores políticos que han gobernado desde siempre y las nuevas expresiones independientes y alternativas. Los ocho millones de votos de la Coalición por la Paz en cabeza de Gustavo Petro representaron el 42% de la votación total, constituyéndose este bloque progresista en alternativa real y creíble de Gobierno. Dos meses después, la Consulta Popular Anticorrupción sorprendió a propios y extraños con once millones de votos libres de toda contaminación y control clientelista.
¡Quién dijo miedo! La contrarreforma en curso busca trancar el ascenso democrático de las nuevas fuerzas que irrumpen en el país. No las quieren dejar llegar, ni a las alcaldías importantes como la de Bogotá, donde sacaron amplias mayorías, ni a la Presidencia de la República. La democracia debe hacerse en franca lid y no con triquiñuelas y reformas acomodaticias. Ese es el problema de fondo. Se trata de un alargue interesado y antidemocrático