UNA FUERZA PÚBLICA AL SERVICIO DE LA DEMOCRACIA Y LOS DERECHOS HUMANOS

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En el corazón de cualquier Estado democrático moderno, la Fuerza Pública —entendida como el conjunto de instituciones encargadas de la seguridad y defensa nacional— debería ser garante de la convivencia pacífica, la protección de los derechos humanos y el cumplimiento irrestricto del orden constitucional. Sin embargo, en países como Colombia, esta misión ha sido desvirtuada por múltiples desviaciones operativas y administrativas, promovidas o toleradas por élites políticas y económicas de derecha y extrema derecha, que han instrumentalizado a las fuerzas militares y policiales como mecanismos de represión social, protección de intereses particulares y perpetuación de un orden profundamente desigual y autoritario.

I. Desviaciones operativas y administrativas: entre la corrupción interna y la pérdida de legitimidad

La Fuerza Pública colombiana arrastra una serie de desviaciones estructurales que comprometen su legitimidad ante la ciudadanía. Escándalos como los «falsos positivos» —ejecuciones extrajudiciales de civiles presentados como guerrilleros muertos en combate—, la corrupción en la contratación de bienes y servicios, el desvío de recursos para el enriquecimiento personal de altos mandos, o la connivencia con estructuras criminales como el paramilitarismo, no son hechos aislados, sino síntomas de un sistema que ha tolerado y en ocasiones institucionalizado prácticas contrarias a los principios democráticos y al derecho.

El exceso de autonomía operativa, la ausencia de controles civiles reales y la falta de transparencia en los procesos de promoción, ascensos y asignaciones presupuestales, han creado un ecosistema burocrático militar profundamente cerrado, donde se protege más la corporación que los valores republicanos. Las estructuras jerárquicas verticales, cuando no están reguladas por una ética pública y un control democrático, derivan fácilmente en feudos de poder que se distancian del mandato constitucional.

II. Instrumentalización represiva: una fuerza pública al servicio de la élite

Históricamente, la Fuerza Pública ha sido utilizada como instrumento de represión por parte de las élites políticas y económicas que han gobernado Colombia. En lugar de actuar como una institución neutral y garante del orden jurídico, ha sido convertida en un brazo armado para sofocar el descontento social, reprimir las protestas legítimas y criminalizar a los sectores populares que reclaman justicia, equidad y democracia.

Las movilizaciones sociales de 2021 evidenciaron esta lógica de represión institucional. La brutalidad policial, los abusos de poder, las desapariciones temporales, los asesinatos, los actos de tortura y las detenciones arbitrarias marcaron una actuación desproporcionada y criminal que vulneró gravemente los derechos fundamentales de miles de ciudadanos. El Estado, lejos de garantizar el derecho a la protesta, respondió con violencia, militarización de las ciudades y un discurso de guerra interna que pretendía justificar la represión.

Este tipo de actuaciones no son accidentales; son producto de una ideología autoritaria incrustada en sectores de la oficialidad, promovida por partidos de extrema derecha que se niegan a aceptar la diversidad ideológica del país y que ven en cualquier reclamo popular una amenaza al «orden», entendiendo por orden la perpetuación de sus privilegios. La doctrina del “enemigo interno”, aún viva en los manuales y discursos castrenses, ha sido uno de los instrumentos más peligrosos de esta instrumentalización.

III. Una Fuerza Pública democrática, profesional y renovada

Frente a este panorama, es urgente construir una Fuerza Pública renovada, que rompa con las lógicas de guerra interna, que supere su cultura autoritaria y que se alinee con los principios del Estado Social de Derecho. Esta transformación pasa por una reforma estructural y profunda en los siguientes frentes:

1. Despolitización ideológica: Es indispensable depurar la Fuerza Pública de sectores extremistas, fundamentalistas religiosos y autoritarios, que no solo desvirtúan su misión constitucional, sino que operan en abierta simpatía o convivencia con estructuras armadas ilegales como el narcotráfico, el paramilitarismo y la delincuencia organizada. No se puede construir confianza ciudadana si quienes deberían proteger al pueblo están infiltrados o cooptados por intereses criminales.

2. Control civil efectivo: El poder civil debe ejercer un control claro, transparente y constante sobre la Fuerza Pública. No puede seguir existiendo una autonomía operativa que bordea la impunidad. El Congreso, las veedurías ciudadanas y los órganos de control deben tener acceso real y eficaz a la información, y deben poder sancionar sin dilación las desviaciones institucionales.

3. Formación en derechos humanos y derecho internacional humanitario: Toda la doctrina operativa debe ser reorientada. La fuerza legítima del Estado solo puede ejercerse bajo el respeto absoluto por la vida, la dignidad humana y el orden constitucional. Se debe erradicar el enfoque militarista del conflicto social y apostar por una fuerza formada en resolución pacífica de conflictos, mediación comunitaria y acompañamiento a procesos de construcción de paz.

4. Reconocimiento del derecho a la protesta: La protesta social es un derecho fundamental, no un delito. La Fuerza Pública debe garantizarla, no reprimirla. Es necesario crear protocolos claros, con estándares internacionales, sobre cómo acompañar manifestaciones sociales sin violar derechos ni generar escenarios de violencia institucional.

5. Depuración de redes de complicidad criminal: Existen sectores de la Fuerza Pública que actúan en coordinación con bandas criminales, prestan servicios de “seguridad privada” a narcotraficantes, o participan directamente en economías ilegales como la minería, el contrabando o el narcotráfico. Esta realidad debe enfrentarse con decisión política, mecanismos de inteligencia civil, cooperación internacional y sanciones ejemplares.

IV. Una fuerza para la seguridad humana, no para la represión

En un país como Colombia, atravesado por múltiples violencias y desigualdades, la seguridad debe concebirse no como represión sino como garantía de vida digna. La seguridad humana implica el acceso a derechos, la presencia estatal integral, el fortalecimiento del tejido social y comunitario, y el respeto pleno por la diferencia.

Una Fuerza Pública comprometida con la democracia no teme a las movilizaciones, no actúa con sesgo ideológico, no se asocia con mafias ni protege élites económicas; se convierte, por el contrario, en una aliada de los procesos de paz territorial, del fortalecimiento de la ciudadanía y de la protección de quienes defienden derechos.

V. Sanar la Fuerza Pública para sanar la democracia.

Reformar la Fuerza Pública no es una opción secundaria o técnica; es una necesidad política, ética y democrática. No puede haber paz, justicia ni democracia en Colombia mientras las armas del Estado estén al servicio de intereses particulares, mientras se tolere la brutalidad institucional y mientras las violencias internas se reproduzcan desde el aparato estatal.

Sanar la Fuerza Pública es, en últimas, una condición para reconstruir el contrato social y caminar hacia una sociedad verdaderamente justa, incluyente y en paz. La ciudadanía no debe temer a quien la protege, ni la institucionalidad debe ver al pueblo como enemigo. Solo así podremos hablar de un verdadero Estado de Derecho.

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