Así como dicen que la guerra civil española la ganó México al acoger gran cantidad de artistas y científicos exiliados, puede decirse que Argentina resultó muy beneficiada con el gobierno de Rafael Núñez, su continuador Caro y la actitud despótica de ambos. En efecto, a finales del siglo XIX el autócrata, que seguía siendo el poder real detrás del trono como un tal Uribe en el siglo XXI, no toleró la posición digna de su sobrino Eduardo Talero frente a la tiranía y lo hizo condenar a muerte, pero afortunadamente la intervención de su madre, hermana de Núñez, hizo que la pena capital se le conmutara por la de destierro, al cual debió partir inmediatamente, en 1894.
La existencia de este compatriota, muy desconocido en Colombia pero sí bastante reconocido en la Argentina, me fue revelada por Hugo Correa Londoño, director del Taller de Escritores Gabriel García Márquez, quien se ha destacado por sus búsquedas históricas. Esas pesquisas en ocasiones lo hacen rastrear aspectos desconocidos de personajes muy famosos como Policarpa Salavarrieta y en otras lo llevan a penetrar en la vida de otros no tan famosos. Ese es el caso de Talero, a quien merecidamente el país gaucho tiene como uno de sus grandes escritores, pero que es prácticamente anónimo en su primera patria.
Ya en el ostracismo, Talero, precoz abogado, revolucionario y poeta recorrió varios países y se relacionó con figuras tan notorias como José Martí, Rubén Darío, Jorge Isaacs y otros latinoamericanos consagrados hoy por la historia y la literatura de Latinoamérica por la lucha a favor de la libertad, humanidad e igualdad. Desde el exterior continuó fustigando con su pluma vehemente el carácter retrógrado y liberticida del gobierno que lo había expulsado.
Finalmente se radicó en Argentina, donde cultivó espontánea relación personal y literaria con escritores y poetas de la época y se dedicó al servicio público en la provincia de Neuquén. En esa zona produjo sus obras más destacadas y alcanzó la cumbre de su poesía, caracterizada por el lirismo más intenso y la compenetración con la naturaleza.
Su prosa lírica tiene el sabor fresco de las Hojas de Hierba de Walt Whitman y la sensación de estar descubriendo un país inmenso y el florecer de una nación joven, a la vez que reconoce el valor y la sabiduría de los habitantes ancestrales. Veamos cómo despliega su sensibilidad y expresa su gratitud a la nueva patria que lo acogió, recordando «como es de amable el país hospitalario para el alma dolorida de un proscrito», país que además «se ha impuesto la nobilísima tarea de compartir el júbilo de su adolescencia con el dolor universal».
De sus tesis destaco el énfasis que pone en la defensa y enriquecimiento de nuestro idioma, del que dice estamos obligados a conocer mejor que los propios españoles. Argumenta que los hispanoparlantes no ibéricos tenemos el deber de escudriñar a fondo el léxico español para sustituirlo o complementarlo con neologismos propios cuando sea necesario, porque muchas veces las palabras originales no se adaptan al continente americano y a su realidad.
Al leer las partes que componen su libro más destacado, La voz del desierto, se palpa el romanticismo más fino y el parentesco intelectual con los grandes estetas de la época. La hermandad con líricos como Bernardo Arias Trujillo salta a la vista, mientras se saborea un verdadero banquete de palabras. Citemos nuevamente alguno de sus apartes, esta vez de su nota Luz libre, en la que reivindica la ruptura con la sordidez y contaminación de las urbes industrializadas:
«Ese trastorno en la sensibilidad y esa fotofobia reinante, son indudablemente producidos por nuestra permanencia en las ciudades. Los techos y los muros circundantes nos aíslan del celeste ritmo rutilante. La luz nos llega contaminada en el vapor opaco de las fiebres humanas, rota por la pizarra de las azoteas y adulterada por el cristal grotesco de las claraboyas turbias.
(…)Nuestra cordillera permanece solitaria, a pesar de sus escalas de alabastro para conducirnos a planicies que son verdaderos vestíbulos del Sol. A poco de avanzar en esas soledades nuestras pupilas principian a recobrar su primitivo don de asombro. El corazón no se siente palpitar con timideces de conejo agazapado, sino con impulso de corcel rijoso. A medida que la pupila se va purificando, el aire va descubriendo su profundidad maravillosa. Las distancias entre el cerebro y el sol desaparecen, porque cada hilo de luz llega templado con las vibraciones de su origen, y al penetrar en las arterias, bruñe los cristales de la sangre, y de cada glóbulo hace un prisma donde quiebra iris sutiles y ricos en materias indecibles».
Otras de sus obras son Ecos de ausencia, Cascadas y remansos, Troquel de fuego (poesías), Por la Cultura, Culto al árbol y su poema Febricitante, escrito poco antes de su muerte.
Como era de esperarse en un ser tan especial, Talero murió en olor de poesía y poco antes de cumplir la cita inexorable con el destino escribió, en pleno ardor de la fiebre que lo consumía, el poema Febricitante, en el que al principio protesta porque apenas unas líneas mercuriales del termómetro lo separan de la parca, para finalmente aceptar la suerte fatal con estos versos tan cercanos a la otra vida:
¡Más no!… ya me ilumina/la fiebre el más allá./¡Sube, hilito de argento/un milímetro más!/Conviérteme el cerebro en lámpara estelar/que a tu contacto fluya/como aurora boreal;/toma el corazón mío/en péndulo de paz/y elévalo a la luna/de dónde eres un haz/elévalo a la luna/para siempre jamás…/¡Sube, hilito de argento/un milímetro más!
Eduardo Talero y su hijo Eduardo en el Zoológico de Buenos Aires. – 1910
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